martes, 7 de octubre de 2014

LAS ÁUREAS MANZANAS DEL SOL

     Ahora que, en pleno mes de octubre, nos encontramos en época de recolección de manzanas en nuestro país, me viene a la mente una de las mejores joyas literarias de Bradbury, su novela de 1953 The Golden Apples of the Sun, una antología de 22 deliciosos relatos cuyo título tiene su origen en la última estrofa del célebre poema «The Song of Wandering Aengus» (1899) —que se puede traducir como 'La canción de Aengus el errante'—, del nobel de literatura anglo-irlandés William Butler Yeats, estrofa que cito a continuación: 

Though I am old with wandering                       Aunque ya estoy viejo de tanto errar
through hollow lands and hilly lands,                por tierras bajas y tierras montañosas,
I will find out where she has gone                      descubriré dónde ella se ha ido,
and kiss her lips and take her hands;                   y besaré sus labios y cogeré sus manos;
and walk among long dappled grass,                  y caminaré por la larga yerba moteada,
and pluck till time and times are done                y arrancaré hasta el fin del mundo
the silver apples of the moon,                             las argénteas manzanas de la luna,
the golden apples of the sun.                               las áureas manzanas del sol.

     La sencillez estilística de los relatos narrados en la novela es parangonable a la del poema del que toma su título. La novela es un lienzo de la más conmovedora y misteriosa poesía de nuestro autor, que únicamente se desnuda en las profundidades del alma humana. Estos relatos nos llevan a un viaje en el tiempo y el espacio donde el maravillado lector es testigo de los escenarios más inverosímiles, desde un solitario y aparentemente abandonado faro hasta un safari de más de 60 millones de años, entre muchos otros escenarios mundanos y estelares. Aunque Ray Bradbury se convierte en nuestro guía por unas extravagantes manifestaciones del futuro, lo que realmente nos descubre son las maravillas de nuestro tiempo presente; esas maravillas que tantas veces tenemos ante nuestros ojos y que tan pocas veces advertimos. Quedémonos, por el momento, con este pasaje de uno de sus capítulos, «La bruja de abril», que de 'bruja', 'bruja' tiene más bien poco:

«Era un buen cuerpo, el cuerpo de la muchacha. Tenía huesos del más fino y delicado marfil, envueltos redondamente en carne. El cerebro era como una pálida rosa té, que colgaba en la oscuridad, y había un aroma de manzanas en la boca. Los labios se apoyaban firmemente en los blancos, blancos dientes, y las cejas se arqueaban nítidamente ante el mundo, y el pelo caía hermoso y suave en la nuca de leche. Los poros se apretaban diminutos y cerrados. La nariz apuntaba a la luna y las mejillas brillaban con pequeños fuegos. El cuerpo se movía con el equilibrio de una pluma y parecía como si siempre se cantase a sí mismo. Estar en este cuerpo, esta cabeza, era como calentarse en una estufa, vivir en el ronroneo de un gato dormido, dejarse llevar por las tibias aguas de un arroyo que corría de noche hacia el mar».